Atlantic City
Pasado
Escribo esta columna desde un bus de la Greyhound camino a Atlantic City. No hay mucho que hacer: mi iPod me salva de una serie de personajes poco amigables, seguro jugadores empedernidos –tan tristes como ansiosos– buscando un sueño americano que hoy no existe más.
Mi propia ansiedad me obliga a mantenerme cerca de la ventana, asegurando que si mi fobia a los espacios cerrados me supera, siempre puedo saltar a las frías avenidas de Nueva Jersey.
Presente
Llegando, la primera impresión es de sorpresa. Y luego de miedo. Miles de ancianos pululan por el malecón y parece que los hubieran recibido con cocteles de Redbull: cargan fundas y caminan tomados de la mano o del bastón; juro que acabo de ver a uno que usaba gorra camuflada y virada hacia un lado, mientras avanzaba haciendo pasos de rap. Acá te encuentras grupos de retirados, pandillas de ejecutivos a lo Donald Trump, uno que otro solitario pegado a las tragamonedas y, en cada esquina, sonrientes locales invitándote a subir a una carreta para ser empujado. Como todos aquí, están viviendo las últimas noches del sueño.
Futuro
Mientras corro a tomar el bus de las 08:40, noto que en Atlantic City todo es a lo grande: un afiche utiliza las palabras “grandeur” y “extravaganza” para describir una pileta con focos que lanza chorros de agua. Otro promociona tiques para Rihanna en $ 500. Y otro –aunque usted no lo crea–, el museo de Ripley.
Así me fui de Atlantic City. No tuve la oportunidad de vivir el sueño, pero, al menos, tengo un sueño: llegar rapidito a Nueva York.
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