Biebermanía
A estas horas de la noche, un montón de niñas estarán dormidas, abrazadas como peluche de sus entradas al concierto de Justin Bieber. A trescientos dólares –promedio del tique– mejor las arropan bien.
Padres endeudados y niños embalados: sorprende la capacidad de un pelado colorado para volverse una fuerza que altere el presupuesto mensual de manera tan profunda.
Claro que Bieber no es un niño, es una máquina de millones de dólares y engranajes girando al compás de una sola canción: marketing, baby.
También a estas horas de la noche los reflectores del Teatro Sánchez Aguilar flasheaban frente a mí durante el concierto del argentino Pablo Malaurie. Un puñado de canciones íntimas, de amor y temor, que sonaban a letanías materializadas a punta de guitarra eléctrica y delay.
La combinación de montaje y sonido me generó un efecto hipnótico... pero yo solamente pensaba en el casco de Bieber: tan lacio, tan rubio, tan falso.
En esencia, Bieber y Malaurie son lo mismo: dos cantantes en busca de una audiencia para entretener. La dicotomía, entonces, es cuestión de dinero, dimensiones y presencia mediática. El niño guapo vs. el joven mala traza. Marketing avasallador vs. una guitarra y un amplificador. Mensajes superficiales con distribución universal vs. mensajes universales con alcance personal.
No es culpa del joven Justin: aquí hay una marca que cuidar 24/7, y la estrategia ganadora lleva por nombre Branding a full. No hay manera de ganarle fanaticada a una marca sólida.
En su nuevo disco –Yeezus– el rapero Kanye West no se compara con Dios: él mismo es Dios. Y si les parece que semejante sacrilegio es un evento aislado, deberían de tomar un avión a Quito en octubre y entender de qué se trata esta religión del entretenimiento. No en vano, el venerable diario The Observer reconoce que Bieber es más influyente que el Dalai Lama y Barack Obama juntos. Poco sorprende que el colaborador estrella de su nuevo disco sea... Kanye West. Todo queda en familia.
Al final, es difícil que no duelan los quince dólares que costaba el concierto de Malaurie: tan sencillo y desnudo de todo aparataje. Tan falto de ese prozac visual y sonoro que ofrecen la pirotecnia, las bailarinas sincronizadas y los cien mil vatios de sonido.
Está todo bien. Nada se puede hacer. La resistencia es fútil. Yo mismo he tratado de terminar esta columna por horas, pero Fireworks, de Katy Perry, me interrumpe desde el televisor. Sin pensarlo, me encuentro cantándola a voz en cuello durante 5 segundos y una vez pasado el subidón... vuelvo a empezar este texto.
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