Conjurados
Todo el mundo habla sobre El conjuro. No voy a reseñar la película, dudo que alguien –o el padre, novio o hermano de ese alguien– no la haya visto. Ya se habrán formado su propia opinión. Mi experiencia fue asombrosa: domingo, 10 p.m. y sala a reventar. Cientos de almas temerosas, mudas, inhalando, exhalando, conteniéndose y gritando. Todos al mismo tiempo.
Soy fanático del cine del terror, pero no puedo mentir: esa noche mi cuarto estuvo iluminado hasta la mañana siguiente. Y no fui el único: hombres viejos y grandes, rezando para que no los agarren de los pies. Padres de familia que se trajeron a los hijos a dormir con ellos. Parejas peleando para ver quién se iba para su casa primero.
Mi hermano tuvo que tomar pastillas para conciliar el sueño. Mi cuñado estuvo en una especie de trance, entre traumatizado y deprimido, evitando durante una semana tocar el tema. Mis hijos, con la desesperación que trae la ignorancia, pidiendo a gritos entrar a la sala para saciar sus oscuros deseos. No creo exagerar al proponer lo siguiente: esta generación jamás ha experimentado una película tan espantosa en sala de cine. Saltan los sospechosos de siempre –El exorcista, La profecía, Carrie, El resplandor– pero es cine de épocas pasadas, en el que los efectos se lograban a pulso, y lo que no sucedía –los silencios, las esperas– te destruían psicológicamente. Si algún contendiente ha existido en los últimos 20 años será Sexto sentido, otra joya de fantasmas que caló en el público justamente por tomar distancia con los asesinatos indiscriminados y torturas impensables que invaden las salas.
Hoy, que estamos a merced de baldes repletos de sangre, muertes y demonios digitales, emociona sentarse frente a una película que se inspira en los clásicos del género y es lo suficientemente inteligente para gritarnos al oído sin hacer demasiado ruido.
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